LOS PECES QUE RECUERDO

Al pie de la página web del Tucunaré Lodge, en el río Vichada, Colombia, una frase se desliza como quien lanza una mosca perfecta al corazón de un remanso: “Un pez no se mide por su tamaño, sino por el recuerdo que deja.”

LOS PECES QUE RECUERDO

Al pie de la página web del Tucunaré Lodge, en el río Vichada, Colombia, una frase se desliza como quien lanza una mosca perfecta al corazón de un remanso:


“Un pez no se mide por su tamaño, sino por el recuerdo que deja.”


Once años han pasado desde que me inicié en la pesca con mosca, allá por diciembre de 2013, en el mágico entorno del río Baker en el Patagonia Baker Lodge - PBL. Desde entonces, mis cañas han recorrido territorios de ensueño, desde las saladas aguas del Yucatán hasta los confines de Tierra del Fuego, cruzando la selva colombiana, las aguas del Dorado y el Juramento en Salta, el eterno Paraná, Junín de los Andes, los ríos profundos de la selva valdiviana en Chile desde Puerto Varas hasta los caudalosos Yelcho y    Puelo, pasando en Aysén al Simpson, Paloma y, cómo no, al majestuoso Baker. Gracias, Pablo Pérez, por mostrarme ese camino de aguas vivas y memorias imborrables.

He tenido la fortuna de capturar muchos peces en este recorrido. Pero los que aún me habitan no son los más grandes, sino los que hicieron vibrar mi alma. Aquellos que, por su historia, destacan en mi memoria.

 1/5. Río Rahue, Chile – abril de 2016

La mañana transcurrió sin gloria. Pesca silenciosa, sin picadas. Nos detuvimos en una pequeña playa para almorzar. Mientras Felipe Girardeau, mi guía, se ocupaba del fuego, mi mirada se posó en la punta rocosa que formaba el Eddy y la playa en que estábamos, y en la costura que delineaba el encuentro entre la corriente principal y la contracorriente.

Recordé entonces una lectura del libro Reading Waters, que el propio Gary Borger me había enviado autografiado tras coincidir en el Baker un año antes. Una figura en el libro indicaba que en puntos como ese debería haber una trucha.

Tomé la caña, lancé al punto exacto, y en un segundo la línea se tensó. Lo que emergió del agua no fue un trofeo, sino una trucha modesta, de apenas ocho pulgadas. Pero fue la primera que sentí mía en toda la extensión de la palabra: pensada, intuida, deliberada.

El año anterior había preguntado a Manuel Reyes, entonces manager del PBL, qué diferenciaba a un aprendiz de un intermedio. “El intermedio ya sabe lo que está haciendo”, me dijo. Quizás ese día me gradué sin ceremonia, pero con certeza, a Intermedio.

Rodolfo Leon 



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